La discusión geopolítica que muchas veces se disfraza de tecnocracia o eficiencia económica es el punto del país para su salida en el mundo. Argentina, con su riqueza en litio, gas no convencional (como Vaca Muerta) y su posición estratégica en el Cono Sur, no es un actor periférico, es un territorio codiciado en el tablero global de la transición energética y la disputa por recursos críticos.
Por Jesús Marcelo Delise [email protected]
Mientras se promueve una narrativa de «integración al mundo», muchas veces eso significa subordinación a intereses externos que buscan materias primas sin transferencia tecnológica ni valor agregado.
Europa mira a América Latina como un socio estratégico para diversificar su matriz energética y reducir su dependencia de Rusia. Pero esa mirada puede ser extractiva si no se negocia desde una posición de dignidad y reciprocidad.
En un contexto de fragmentación latinoamericana, Argentina tiene el potencial de liderar una agenda común de soberanía energética y tecnológica, articulando con países hermanos para evitar la lógica de “divide y vencerás”.
Su historia, su capacidad científica y su entramado productivo permiten pensar un modelo de desarrollo que no repita el rol de proveedor de materias primas sin voz ni voto.
El liberalismo contemporáneo y su uso discursivo en el poder político argentino merece ser incorporada con fuerza. Estamos frente a una paradoja central del liberalismo Mileísta debido a su constante pincelada que lo etiqueta como defensor de la libertad individual, pero en la práctica, sus pensamientos y acciones, se traduce en disiplinamiento social, sometimiento económico y concentración del poder simbólico en figuras y naciones que representan un modelo de orden vertical.
El liberalismo que hoy se enarbola desde el poder, no es el de la emancipación ni el de la autonomía del sujeto, es un liberalismo que aprendió a contradecir la libertad con la obediencia, a disciplinar al pueblo en nombre del mercado, y a someter la soberanía nacional al altar de potencias extranjeras.
Estados Unidos, se presenta como ícono del libre mercado y mientras tanto protege su industria, subsidia su agro y blinda sus fronteras. Sin embargo, se lo muestra como el faro de la libertad. Israel pro su parte , con su aparato militar y su modelo de seguridad, es exaltado como ejemplo de orden y eficiencia, sin reparar en las tensiones éticas que eso implica. Hoy un tercer actor India, se muestra emergente y estratégica y es incorporada al panteón de aliados como símbolo de modernidad, aunque su modelo de desarrollo dista de ser replicable sin consecuencias sociales profundas.
En este marco, el discurso libertario se vuelve una liturgia de poder, donde el líder se presenta como el “iluminado”, el “único que ve la verdad”, mientras exige sacrificios al pueblo y demoniza toda forma de organización colectiva.
En el relato mileísta, el liberalismo no es un horizonte de emancipación, sino un espejo deformante. Refleja una libertad idealizada mientras proyecta sobre los pueblos una imagen de obediencia, despojo y resignación. Nos prometen un «país normal» al estilo de Estados Unidos, pero lo que se impone es el dogma: quien duda, estorba; quien reclama, molesta; quien organiza, amenaza.
“En nombre de la libertad nos ajustan. En nombre de la libertad nos privatizan. En nombre de la libertad nos silencian.”
Dicen guiarnos hacia la luz, pero el faro que levantan no orienta, encandila. Confunden desregulación con justicia, individualismo con mérito, ajuste con crecimiento. Elevan a potencias extranjeras como divinidades contemporáneas. Estados Unidos, Israel, India y desde esa altura, fabrican un modelo de país subordinado, extractivo y desmemoriado.
Mientras tanto, los recursos argentinos, el litio, el gas, el conocimiento científico, quedan librados a una lógica colonial remozada, donde el Estado sólo existe para disciplinar, nunca para proteger.
En nombre de la libertad, se instala una estructura de poder donde la voz del mercado es sagrada y la voz del pueblo, sacrílega.
“Nos prometen un ‘país normal’ al estilo de Estados Unidos, pero lo que se impone es el dogma.”
La idea de esta exposición no es solo una disputa filosófica sobre el liberalismo, sino una denuncia al vaciamiento simbólico de sus ideales fundacionales. Es como si la noción de libertad hubiese sido tercerizada por los dispositivos del poder, convertida en retórica decorativa para legitimar políticas regresivas.
Podríamos decir que este «liberalismo desde el poder» no defiende al individuo frente al Estado, sino que defiende al mercado desde el Estado.la obediencia se disfraza de elección, y la sumisión, de autonomía.
Seguramente hay una mirada atonita que nos recuerda a lo que advirtió Foucault cuando analizó cómo los discursos sobre la libertad en el neoliberalismo esconden una forma de gobernanza por la conducta, se nos empuja a actuar «libremente» según los intereses del capital, bajo la apariencia de que todo es decisión personal. El sujeto se vuelve empresario de sí mismo, aun cuando las condiciones estructurales le impidan siquiera garantizar lo básico.
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