CARTA ENVIADA POR MANUEL BELGRANO AL TRIUNVIRATO
en la que renuncia a la mitad de su sueldo:
«Excmo. Señor: Me presento a V.E. manifestándole haber cumplido la orden que tuvo a bien comunicarme con fecha 13 para que me recibiera del regimiento número 1 haciéndome más honor del que merezco y fiando a mi cargo un servicio a que tal vez mis conocimientos no alcanzarás: procuraré con todos mis esfuerzos no desmentir el concepto que he debido a V.E. y hacerme digno de llamarme hijo de la Patria. En obsequio de ésta ofrezco a V.E. la mitad del sueldo que me corresponde; siéndome sensible no poder hacer demostración mayor, pues mis facultades son ningunas y mi subsistencia pende de aquél; pero en todo evento también reducirme a la ración del soldado, si es necesario, para salvar la justa causa con que tanto honor sostiene V.E.
Dios guarde a V.E. muchos años. Buenos Aires, noviembre 15 de 1811.»
Por Jesús Marcelo Delise [email protected]
Está Muy claro que la carta de Belgrano, fechada el 15 de noviembre de 1811, no es solo un acto de renuncia económica, sino una declaración de principios: el compromiso con la patria por encima del beneficio personal. Su frase “hacerme digno de llamarme hijo de la Patria” resuena como un eco incómodo frente a ciertos gestos contemporáneos que parecen desentenderse de esa herencia.
En 2019, durante la presentación de su libro Sinceramente en Rosario, justamente el Día de la Bandera, Cristina Fernández de Kirchner, dijo con humor y admiración: “Hubiera sido la amante de Belgrano. Qué sé yo. Pero algo con Belgrano hubiera tenido, estoy absolutamente segura”. Más allá del tono coloquial, lo que subrayó fue su identificación con un prócer que encarna la entrega desinteresada, el compromiso con la patria y la austeridad ética.
Esa apropiación simbólica de Belgrano por parte de una figura política contemporánea, generó una reacción inmediata en ciertos sectores mediáticos. Como si al reivindicar a Belgrano desde una mirada popular y nacional, se activará un reflejo defensivo que busco desacralizarlo, despojarlo de su dimensión heroica y reducirlo a una caricatura. Es una operación que no es nueva, cuando un símbolo nacional es resignificado desde abajo, desde lo popular, suele ser despojado de su neutralidad y convertido en campo de disputa.
Está claro que no se trata de la persecución a Cristina, sino a todo lo que ella puede representar, los símbolos que ella reivindica, todo es parte de una batalla cultural más amplia.
No se trata solo de una persona, sino de qué país se quiere construir, uno que abrace su historia de lucha y soberanía, o uno que la reescriba para que encaje en un relato ajeno.
Cuando los medios hegemónicos tuvieron que buscar donde combatir el mal llamado Cristina Fernández de Kirchner, no dudaron en convertir a Manuel Belgrano en un hombre egocéntrico he incapaz, Fantasioso y sin sentido común, en definitiva, un verdadero Picapiedra de los tiempos patrios.
El pasado 25 de mayo tuvimos un detalle muy singular que claramente llamó la atención. La presencia del presidente de la nación argentina en la catedral metropolitana y un detalle más que significativo, es que no llevaba puesta la escarapela, el típico símbolo patrio que se usa durante las celebraciones nacionales.
En las redes, generó varias reacciones desde distintos sectores, que lo tomaron como una provocación mientras otros, lo atribuyeron a un eventual olvido del mandatario.
Nuestro primer mandatario parece desobedecer a la entidad nacional, mientras es un constante, abrazando y besando la bandera de Estados Unidos y de Israel, sin olvidada su profunda admiración por la mujer de hierro Margaret Thatcher símbolo de muerte en la historia argentina, un detalle que no se puede pasar por alto porque lo pone del otro lado de la frontera de nuestras raíces.
tan cargado de significado, puede parecer menor en lo formal, pero en lo simbólico se vuelve potente. En una nación donde los símbolos patrios han sido históricamente trincheras de identidad y resistencia, ese “olvido” se vuelve lectura política. Y más aún cuando se lo contrasta con gestos de alineamiento internacional que, para muchos, evocan una distancia con las heridas aún abiertas de la historia argentina.
En este 20 de junio, cuando flamea la bandera y la escarapela se lleva con orgullo en el pecho, también se abre una pregunta inquietante: ¿qué otros símbolos están intentando ocupar ese lugar en el corazón colectivo? Porque los símbolos no son neutros: condensan valores, memorias, proyectos de país. Y cuando el símbolo patrio se vacía de contenido o se lo reduce a un gesto ceremonial, deja espacio para que otros emblemas ajenos, impuestos o funcionales a intereses foráneos se instalen como referentes emocionales y culturales.
La historia nos enseña que los símbolos se disputan. Belgrano creó la bandera como un acto de afirmación soberana, en un contexto donde aún se temía romper con España. Hoy, en otro plano, esa disputa continúa, entre una escarapela que representa la memoria de la emancipación y otras insignias que, con discursos de modernidad o eficiencia, buscan reemplazar el sentido de comunidad por el de mercado.
“quizá sin estar apresurado a los momentos históricos” no se trata de nostalgia, sino de advertencia, si no defendemos nuestros símbolos con conciencia crítica, otros lo harán por nosotros, con otros fines. Y ahí es donde la bandera deja de ser un puente entre generaciones para convertirse en un decorado vacío.
Entonces ¿podríamos hablar del balcón de Cristina Fernández de Kirchner como nuevo símbolo vivo de resistencia política y cultural?.
No es solo un espacio arquitectónico, sino un escenario cargado de historia, emoción y disputa simbólica.
Desde su departamento en San José 1111, ese balcón se ha convertido en un punto de encuentro entre Cristina y su pueblo, en un gesto que remite a la tradición de los grandes momentos de la política argentina, desde el Cabildo en 1810 hasta el 17 de octubre de 1945.
Pero hoy, ese gesto mínimo que es saludar desde un balcón que ha sido judicializado, vigilado, incluso amenazado con sanciones. Se esta volviendo potente, y se esta transformando en un nuevo símbolo de resistencia.
Y cada dia que pasa se vuelve aún más potente: porque molesta. Como dijo la actriz Mirta Busnelli, “les molesta el balcón porque triunfó el amor”. Porque en tiempos de proscripción simbólica, donde se intenta borrar no solo a una figura política sino a todo un proyecto de país, ese saludo desde lo alto, se vuelve un acto de afirmación, de dignidad, de pertenencia.
El balcón de Cristina no es solo un balcón: es una trinchera simbólica, es un punto de encuentro y resistencia que promete actos históricos que sin duda quedaran escritos en los libros de historia.
La bandera no es un paño; es una promesa. La escarapela no es un adorno; es pertenencia. Y ese balcón no es solo una baranda de hierro: es el eco contemporáneo de un Cabildo abierto, donde el pueblo vuelve a ser protagonista.
En esta lucha cultural, que no es contra la memoria sino por ella, los símbolos se rebelan: reclaman volver a ser grito, abrazo, territorio.
Y ahí están, flameando juntos: Belgrano, la Bandera, la escarapela, Cristina… y el balcón.
Los símbolos no mueren: se resignifican. Cuando pretenden borrar una bandera, se multiplica. Cuando callan una voz, otras mil la gritan. Y cuando intentan clausurar una historia, el pueblo la vuelve a escribir desde un balcón.”
“Hoy, más que nunca, no es solo una fecha en el calendario. Es un gesto. Una escarapela en el pecho. Una voz en alto. Y una patria de pie.”
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