La neutralidad activa, basada en el respeto al derecho internacional, la solución pacífica de los conflictos y la no injerencia en asuntos ajenos, es el punto de partida desde donde siempre Argentina debe hacer sus aportes. Sin embargo, con la llegada de Javier Milei al poder, esa doctrina ha dado un giro abrupto.
Por Jesús Marcelo Delise [email protected]
El presidente ha declarado abiertamente su alineamiento con Israel, calificando a Irán como “enemigo de Argentina” y respaldando incluso ataques preventivos del ejército israelí. Además, ha impulsado el traslado de la embajada argentina a Jerusalén y ha solicitado el ingreso del país a la OTAN, lo que marca un cambio profundo en la política exterior nacional.
Este tipo de posicionamientos, no sólo rompe con las tradiciones diplomáticas argentina, sino que también expone al país a riesgos innecesarios en un conflicto que, está marcado por décadas de violencia, intereses geopolíticos cruzados y una devastación humanitaria que no admite simplificaciones.
La pregunta de fondo es: ¿puede una afinidad ideológica o religiosa, justificar y comprometer la seguridad y la autonomía de toda una nación? En lo personal yo mas bien diria que este tipo de alineamientos automáticos, no sólo aíslan a Argentina en el plano regional, sino que también la convierten en un actor subordinado en un tablero global cada vez más volátil.
Argentina ha construido gran parte de su identidad diplomática sobre los principios del no alineamiento automático, la autonomía estratégica y el respeto al derecho internacional. Desde el primer peronismo hasta las gestiones más recientes, el país se ha caracterizado por una búsqueda de equilibrio. Mantener vínculos diplomáticos con todos, sin subordinar su política exterior a potencias o ideologías foráneas es el compromiso de una nación que a elegido la paz antes que la locura.
Este enfoque permitió en muchos momentos, que Argentina actuará como mediadora en conflictos o como defensora de causas multilaterales, desde la descolonización hasta los derechos humanos. Inclusive durante la Guerra Fría, el país buscó no quedar atrapado entre los extremos de Washington y Moscú.
El viraje actual que nos alinea fuertemente con Israel e incluso con Estados Unidos y la OTAN, rompe con esa tradición. No solo se trata de una redefinición del eje diplomático, sino de una exposición concreta a tensiones del cual somos ajenos.
Las disputas en Medio Oriente, marcadas por décadas de violencia, religión, recursos y geopolítica son las bases para comprender que Argentina está muy alejada de esa realidad que parece no tener tregua. Al involucrarse sin matices en ese tablero, se pone en juego la seguridad nacional, las relaciones con países árabes (algunos importantes en foros como la ONU o en acuerdos comerciales) y la imagen de Argentina como país defensor de la paz y la equidad entre los pueblos.
La pregunta que abre todo esto es: ¿cuál es la política exterior que mejor refleja los intereses y la historia del pueblo argentino?
Cuando un presidente actúa desde impulsos personales o afinidades ideológicas sin medir las consecuencias geopolíticas, arrastra a todo un país a escenarios que pueden comprometer su seguridad, su soberanía y su lugar en el mundo.
Javier Milei ha declarado abiertamente que Irán es enemigo de Argentina, justificando incluso ataques preventivos del ejército israelí. Este tipo de afirmaciones no sólo y repito, rompen con la tradición diplomática argentina de neutralidad activa, sino que también nos colocan en el centro de un conflicto ajeno, con raíces milenarias y consecuencias imprevisibles.
Mientras tanto, la ofensiva israelí sobre Gaza ha sido calificada por múltiples organismos y voces internacionales como un genocidio, con decenas de miles de muertos, entre ellos miles de niños. La Corte Internacional de Justicia ha iniciado investigaciones, y el repudio global crece. Sin embargo, Milei no solo respalda estas acciones, sino que firma memorándums de entendimiento con Israel, traslada la embajada a Jerusalén y se presenta como un defensor de “la causa de Occidente”.
“La locura” no es solo una metáfora, es una forma de gobernar basada en el dogma, en la exaltación personal y en una visión del mundo que reduce conflictos complejos a una lucha entre “el bien y el mal”. Y eso, en política exterior, puede ser devastador.
Desde la Primera Guerra Mundial, Argentina adoptó una postura de neutralidad activa, especialmente bajo el liderazgo de Hipólito Yrigoyen. A pesar de las presiones de Estados Unidos y de sectores internos para romper relaciones con Alemania tras el hundimiento de buques argentinos, Yrigoyen defendió la soberanía nacional y evitó involucrarse en un conflicto ajeno. Esta decisión no fue ingenua: respondía a intereses económicos (mantener el comercio con todos los bandos) y a una visión de país soberano, no subordinado a potencias extranjeras.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Argentina mantuvo su neutralidad hasta 1945, cuando finalmente declaró la guerra al Eje en un gesto más simbólico que real. Esta demora fue criticada por los Aliados, pero también permitió al país preservar su autonomía y evitar ser arrastrado por intereses ajenos. Incluso Juan Domingo Perón, acusado de simpatías fascistas, terminó alineándose con los principios de autodeterminación y justicia social, resistiendo presiones externas.
La neutralidad no es pasividad: es una forma de ejercer soberanía, de no ser peón en juegos ajenos.
La política exterior debe responder al interés nacional, no a afinidades ideológicas personales.
La historia demuestra que involucrarse sin necesidad en conflictos externos puede tener costos enormes, tanto diplomáticos como económicos y sociales.
Hoy, cuando la política exterior parece regirse por impulsos personales y alineamientos automáticos, recordar esta tradición puede ser un acto de resistencia y lucidez y Javier Milei debería tener muy presente esta reflexión.
Argentina no puede ser rehén de los impulsos personales de un presidente.
La política exterior no es un escenario para gestos ideológicos ni para alimentar afinidades individuales. Es, ante todo, una herramienta de resguardo nacional, de construcción de soberanía y de defensa de los intereses de 47 millones de personas.
Cuando Javier Milei decide alinear a la Argentina con una potencia en guerra como lo ha hecho al declarar a Irán “enemigo del país” y respaldar sin matices los ataques de Israel y no solo rompe con la tradición diplomática de neutralidad activa, sino que nos expone a un conflicto milenario que no nos pertenece. Un conflicto donde las guerras no se libran sólo con armas, sino con símbolos, con memoria y con sangre.
Pensar que nuestra autonomía estratégica puede resistir el peso de siglos de violencia, una fantasía peligrosa. No somos una potencia militar, ni una nación blindada por alianzas. Somos un país con heridas abiertas, con atentados impunes, con una historia que nos exige prudencia y memoria.
Cada paso que nos acerca a los conflictos ajenos nos aleja de nuestra vocación de paz, nos encierra en la lógica de los poderosos y nos deja atrapados en una indefensión que no elegimos.
La Argentina no puede ser arrastrada por la locura de un liderazgo mesiánico. Debe recuperar su voz, su equilibrio y su lugar en el mundo como defensora de la paz, la autodeterminación y la dignidad de los pueblos.
Javier Milei ha subordinado la diplomacia argentina a sus afinidades personales, alineando al país con potencias en conflicto y comprometiendo nuestra histórica vocación de paz. Declarar enemigos, trasladar embajadas, firmar acuerdos militares sin consenso ni debate, no es ejercer soberanía: es ponerla en riesgo.
No se puede construir una política internacional sobre posicionamientos personalísimos, dándole la espalda a la historia, a la Constitución y al pueblo. Cada paso hacia los conflictos de Medio Oriente nos aleja de nuestra tradición de neutralidad activa y nos acerca a una lógica de dependencia, subordinación y peligro.
Argentina no tiene ni debe tener vocación bélica.
Pensar que nuestra autonomía puede resistir el peso de milenios de guerras religiosas, intereses cruzados y devastación humanitaria es un delirio. Es ignorar nuestra escala, nuestra historia y nuestras prioridades.
La neutralidad activa no es indiferencia. Es compromiso con la paz, con el multilateralismo, con la mediación y con la defensa de los derechos humanos desde una posición de equilibrio. Es la única forma de preservar nuestra autonomía en un mundo fragmentado.
Debemos reivindicar un política exterior basada en:
- El respeto al derecho internacional y a la autodeterminación de los pueblos.
- La no injerencia en conflictos ajenos.
- La defensa de la soberanía nacional frente a presiones externas.
- La construcción de alianzas regionales solidarias y estratégicas.
- La memoria de nuestras heridas: AMIA, Embajada de Israel, dictaduras, exilios.
Argentina debe volver a hablar con voz propia. No como eco de potencias extranjeras, sino como nación con historia, dignidad y proyecto. La política exterior no puede ser un capricho: debe ser un pacto con el pueblo y con el futuro.
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