La muerte del Papa Francisco, ha sacudido profundamente a Argentina y al mundo, revelando una paradoja dolorosa: el reconocimiento tardío de su legado.
Jorge Bergoglio, un líder espiritual comprometido con los más vulnerables, enfrentó críticas y agravios durante su vida, incluso desde sectores políticos y sociales que hoy lamentan su partida. Este contraste entre el desprecio pasado y la admiración presente, subraya la necesidad de una reflexión colectiva sobre cómo valoramos a las figuras que representan ideales de justicia y humildad.
El presidente Javier Milei, quien en el pasado expresó duras críticas hacia el Papa, ahora viaja a Roma para rendirle homenaje, marcando un giro en su postura pública.
Este acto, aunque significativo, también pone de manifiesto las tensiones y contradicciones en la relación entre la política y la religión en Argentina. La declaración de duelo nacional y la suspensión de actividades oficiales reflejan la magnitud del impacto de su fallecimiento, pero claro no podre de dejar de preguntarme si las acciones protocolares simplemente son para cumplir y no quedar tan mal parado, o porque realmente entendieron lo que teníamos y lo que acabamos de perder.
La obra del Papa Francisco, centrada en la inclusión y el apoyo a los marginados, deja un vacío que invita a los argentinos a reconsiderar su papel como sociedad en la defensa de estos valores. Su legado, no solo pertenece a la Iglesia Católica, sino a todos aquellos que buscan construir un mundo más equitativo y solidario.
¿Cómo creemos entonces que podemos honrar su memoria de manera significativa?
Esta reflexión, no cabe dudas que es una reflexión dura, pero también es una invitación a transformar nuestra relación con los demás mientras están aquí.
Honrar la memoria del Papa Francisco o de cualquier figura que haya marcado nuestras vidas, debería ser parte de nuestro propósito a la hora de avanzar por este mundo.
Es necesario de una vez por todas, aprender no solo a mirar hacia el pasado, sino honrar el presente de esos hombres y mujeres que luchan por una sociedad más justa para todos.
Quizás la partida del papa, nos enseñe a dar un giro de 180 grados y así podamos asumir como propios los valores que él representaba: tender una mano a los olvidados, buscar la reconciliación en lugar del odio, defender la justicia social en nuestro entorno más inmediato.
Su legado, no debe quedarse en palabras bonitas o en homenajes, sino en acciones que reflejen aquello por lo que vivió.
También es una oportunidad para mirar hacia adentro. Quizás, podamos aprender a escuchar mejor, a actuar con más compasión y a reconocer lo valioso de quienes nos rodean mientras están con nosotros. Al final, las grandes obras nacen de pequeños gestos.
Mi Cristo roto es un libro de poemas escrito en 1963 por el sacerdote jesuita mexicano-español Ramón Cué Romano, que narra el aprendizaje y aventura de un sacerdote y un Cristo mutilado comprado a un anticuario de Sevilla, en España
Hay un pasaje conmovedor donde nos va mostrando lo mal que buscamos a Cristo, ya que lo vivimos buscado entre la perfección y el esplendor, y nos olvidamos que Cristo también está entre lo descartado, lo olvidado, lo humilde.
Hay verdades más desgarradoras y transformadoras en el mensaje cristiano: lo divino se revela en lo que el mundo desecha.
El Papa Francisco, fiel a esa visión, nos enseñó a mirar más allá de las apariencias, a encontrar sentido y dignidad en lo que parecía irrelevante, a dignificar las sombras y redimir las «chatarrerías humanas». Sin embargo, a menudo no supimos escuchar. Nos atrapó la soberbia, el juicio fácil, el ruido de un mundo que parece avanzar dejando detrás lo esencial.
Quizás esta sea nuestra oportunidad, no solo para honrar su memoria, sino para emprender un cambio auténtico. Dejar de buscar a Cristo en los lugares cómodos y enfrentar los desafíos que trae buscarlo en las periferias, tanto las externas como las del propio corazón. No solo alejarnos del odio y de las mezquindades, sino también elegir la humildad activa: un esfuerzo consciente para escuchar, reconciliar, y actuar con compasión.
Francisco siempre insistió en la «cultura del encuentro», una invitación a encontrarnos no solo con el otro, sino también con nosotros mismos, con nuestras sombras y contradicciones.
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