Desde Río de Janeiro
El ultraderechista Jair Bolsonaro logró lo que su ídolo y mentor, Donald Trump, no había logrado: un claro intento de un golpe.
Si Trump logró invadir el Congreso, los seguidores de su discípulo invadieron y destrozaron mucho más.
Además del Congreso, los seguidores más radicales del ultraderechista brasileño invadieron el Palacio del Planalto, sede de la presidencia, y el Supremo Tribunal Federal, donde todo fue revirado, con papeles esparcidos por el suelo y obras destrozadas, de cuadros y esculturas a piezas de cerámica y de mármol.
Hubo destrucción en el Palacio del Planalto, en el Congreso, pero principalmente en el Supremo Tribunal Federal.
Hasta la puerta del despacho del juez Alexandre de Moraes, el más odiado integrante de la Corte Suprema por los seguidores de Bolsonaro, ha sido derrumbada. Toda esa violencia fue algo inédito en la historia brasileña.
En el Palacio del Planalto, obras de arte fueron destrozadas, además de muebles, entre otros desastres provocados por los ultraderechistas seguidores de Bolsonaro y por él incentivados.
Brasil jamás había vivido semejante jornada de destrucción y terror, frente a la inercia de las fuerzas de seguridad de la capital, cuyo gobernador, Ibaneis Rocha, es plenamente identificado con el ultraderechista expresidente Bolsonaro.
En los últimos tres días innumerables ómnibus llegaron a Brasilia trasladando centenares de manifestantes que luego se revelaron terroristas.
No hubo ninguna iniciativa tanto de las fuerzas de seguridad de la capital como del gobierno recién asumido de Lula para identificar y vigilar a los viajeros. Tal vigilancia, a propósito, sería responsabilidad del gobierno de Brasilia.
Fue un movimiento que reunió entre seis y diez mil manifestantes, trasladados de varios estados brasileños con todos los gastos cubiertos por empresarios que, cuando sean identificados, serán castigados, acorde a lo que anunció Lula da Silva, y que actuaron frente a la inmovilidad de las fuerzas de seguridad del gobierno de Brasilia, la capital.
El pronunciamiento de Lula, a eso de las seis y media de la tarde, cuando los movilizados empezaban a recluirse, ha sido especialmente duro. Anunció una intervención en las fuerzas de seguridad de Brasilia, e insinuó con fuerza que tal intervención podría expandirse hasta el mismo gobierno de la capital brasileña.
No dejó de culpar directamente, ni siquiera por un segundo, a Jair Bolsonaro por los actos de terrorismo de este domingo.
La Policía Militar de la capital fue sorprendida sacando fotos unos a otros, entre sonrisas, mientras a su lado pasaban multitudes dirigiéndose a la Esplanada de los Ministerios, donde serían transformados en invasores.
Terminados los actos terroristas, hubo detenciones. Alrededor de las siete y cuarto de la noche se informó que al menos 150 manifestantes violentos habían sido detenidos. Una cantidad mínima, comparada al total de los que participaron de los actos de violencia explícita.
La movilización de los terroristas empezó alrededor de las dos de la tarde y se extendió hasta casi las ocho de la noche, cuando los manifestantes empezaron a ser disueltos por la policía pero seguían marchando por las anchas avenidas de la capital.
El controvertido ministro de Defensa de Lula, José Mucio Monteiro, había definido a los manifestantes como demócratas en pleno derecho de manifestación. Ya su colega de Justicia, Flavio Dino, advirtió que eran puros terroristas reunidos.
Luego de la violenta movilización, quedó clara la división entre ministros del nuevo gobierno, resaltando otro de los problemas del gobierno de Lula.
Vale reiterar: no hay antecedentes de manifestaciones de semejante violencia en la historia de la República brasileña.
Otro obstáculo que Lula da Silva tendrá de superar. Bolsonaro está ausente, fugitivo en Orlando, Florida, pero sigue activo. Y muy activo.
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